miércoles, 21 de noviembre de 2012

Acuática

No puedo recordar
la última vez
que me dijiste
que estaba bien llorar.

Fue hace tanto tiempo
que ahora pienso
que nunca fue,
que solo me dejabas llorar,
sin decir nada.

Tampoco puedo recordar
la primera vez
que me dijiste
que estaba mal llorar.

Fue hace tanto tiempo,
que ahora parece
que siempre ha sido así.
Mis lágrimas fueron,
siempre, reprochables.

Quizás
sea esa la razón
por la cual lloro tanto.

martes, 30 de octubre de 2012

Amor de poema

A modo de variación de Poema de amor, 13 de Darío Jaramillo
Primero está el silencio,
en la boca del estómago y en los latidos sordos;
esta es la única verdad, el indudable detalle,
que solo tu escuchas tus pensamientos
que estos son invisibles
que eres tú esa humanidad transparente.

Tus flores,  apenas -semillas pasmadas-
debes conservarlas,
respirándolas;
déjalas palpitar en su inexistencia,
espera, espera,
déjalas soñar con existir.

Porque primero está el silencio,
que tu habitas
callado
con los recuerdos -que has perdido-

Quizás una madrugada, a las tres, a las dos, a la una,
aparezca iluminada la palabra
-que corre, que llueve, que ríe-
que canta
regalándote una voz.

Pero recuerda en ese instante,
cuando ella llegue
 y te haga verso
que primero y siempre, fuiste silencio
y entonces, invisible
luego, si ha de amanecer, serás la palabra.

lunes, 8 de octubre de 2012

Petición de un pasaporte por identidad emocional


Transcurría el año de 1998, yo era una niña bogotana, acostumbrada al frío, a la lluvia, a los cielos rotos, a comer ajiaco y dulce de mora y a los fines de semana en casa de los abuelos. Un día, mis papás me pidieron que tomara la pequeña mochila que estaba llena de mis juguetes favoritos y me la colgara a la espalda. Mientras tanto, ellos ocupaban sus brazos en cargar a mi pequeño hermanito y a unas cuantas maletas que me parecían empacadas por arte de magia de la noche a la mañana. Me imagino que salimos del apartamento que he visto en fotos (pues no guardo más imágenes de él) y realizamos un recorrido que tampoco recuerdo hasta la puerta de aquella gran casa blanca desde la cual podía verse el parque. Aquella casa que encerraba, en sus cuartos con alfombra gris, en su cocina verde y alargada, en su patio sembrado de flores y fresas, en sus desvanes secretos, en todos sus rincones, muchos de los momentos inolvidables de mi niñez. Poco se de la despedida, quizás fue demasiado triste, quizás demasiado repentina, quizás demasiado confusa, no era más que una niña de cuatro años… Se por lo que me han contado, que viví tres meses con mis abuelos, haciendo mío el mundo de esa casona, mientras mi papá nos preparaba una nueva vida en un país “lejano” del cual yo nada sabía.

La siguiente escena que recuerdo, es la intensa luz que inundó un pasillo oscuro cuando mi papá abrió las puertas de una nueva realidad, tardé unos segundos en poder ver que la luminosidad provenía de un ventanal alargado de rejas blancas y curvas que formaban una especie de jaula suspendida. Él decía que era nuestra nueva casa, recuerdo que todos los muebles eran los mismos, el comedor, los sofás, incluso mi cuarto con mi cama y mis juguetes que el había pintado de rosado, mi color favorito.  Todo era tan luminoso, con una claridad aérea, transparente, con aroma a brisa, tan diferente a la claridad acuática de mi antiguo hogar, pues mi padre lo repetía una y otra vez: “esta es nuestra nueva casa, Maracay” sonaba tan extraño que me daba risa.

Fue así que crecí viendo una enorme palmera desde el ventanal de la sala, -aquel que hacía una pequeña jaula en el aire- y que alcanzaba, magnífica, cinco pisos de altura; aprendí a subir a los árboles trepando a gigantes aromáticos de mango y “mamón”; aprendí a reconocer el canto de loros y periquitos que pintaban el cielo de toda la ciudad, y que presagiaban una rápida carrera a la ventana más cercana para verlos alejarse en bandada; en el colegio, me acostumbre a ver y a temer, a las enormes lagartijas verdes que se llaman “iguanas” y que tenía el poder mágico de construirse una cola cada vez que la perdían en la batalla contra los carros o los estudiantes menos considerados; en los recreos compraba “raquetis” mientras le cogía el gusto a los tequeños; me acostumbre rápidamente a almorzar todos los días en familia, convirtiendo esos momentos en el momento preciso para narrar todas las cosas que me habían podido ocurrir en el trascurso de la mañana; viví algunas patinatas, donde servían pan de jamón y ensalada de gallina; el verano permanente coloreó mi piel y le dio el tono trigueño que aún hoy conserva; mi tono de voz fue cambiando, poco a poco, adquiriendo un poco de la musicalidad tropical tan propia de los venezolanos; el horario matutino escolar me permitió aprender a bailar flamenco y jazz, al igual que a jugar tenis y a nadar, y a descubrir, así mismo, que las horas que pasaba con un pincel o un lápiz trazando sueños sobre el papel eran de las más felices de mi vida.

Así, navegúe en los años de mi niñez, envuelta en sol y risas, sin nunca olvidar a mi querida Colombia a la cual volvíamos por lo menos dos veces al año y a la cual sentía día a día al cruzar las puertas de mi casa. Pasó mucho tiempo durante en cual extrañaba Bogotá y anhelaba volver, especialmente por todo lo que ella representaba: mis primos, mis abuelos y mis tíos; y hoy, en Venezuela, todavía muchos me ven con “la colombiana” (título que de pequeña defendía a capa y espada, creo que por la presión que sentía de parte de mi familia de no perder nunca esta identidad).

Pero los años pasaron, y dejé de ser una niña, todo se volvía más claro, ya sentía que mi hogar era Venezuela. Entonces aprendí lo que quería decir realmente la palabra “amigo” y la palabra “hermano”; encontré en esas tardes de verano eterno las primeras pistas para mi futuro: escribí mi primer poema y pinté mi primer cuadro; marché por primera vez por mis derechos; mi corazón se transformó en un corazón de “alfalfa” empapado del carisma de tres violetas; aprendí el valor de la sonrisa de quien nada más tiene para dar; me atreví a ser yo misma y a abrirme a los demás; supe lo que era apasionarme por un ideal que iba más allá de mi misma;  me emocioné como nunca por el fútbol, gracias a un equipo al que llamo cariñosamente “mis remolachos” aunque en realidad se llama la Vinotinto; quise mucho, y alguna vez me enamoré perdidamente y aprendí, también, lo que era el desamor; cometí muchos errores, algunos que aún no he podido reparar; pasé las mejores vacaciones de mi vida hasta ahora; y amé, o amo mucho aún, a tantas personas y a un país, mi país: Venezuela.

Pero la claridad, no vino sola, pues todo esto me hizo mucho más consciente de la realidad que vivía. Esos recuerdos de baldes en las ventanas durante el paro del año 2004 ya no eran una curiosidad inentendible, si no que cobraban sentido como una prevención contra personas agresivas que pretendían incendiar hogares inocentes. Las estanterías vacías de los supermercados empezaban a hacer en eco en las alacenas de todo el país, en mi alacena. Cada vez escuchaba más historias de robos, secuestros y violencia que iban cerrándose en un círculo a mi alrededor, cada vez más cerca, cada vez más tangible, amenazando con ahogarnos. Sufrí, me estresé y lloré (cosas que todavía experimento) por todas las cosas que pasaban al tiempo que me sentía cada vez  más cercana a un país que me había acogido como residente. Pero yo no era la única que podía ver con claridad, mis padres, igual o más conscientes que yo, al ver todo lo que sucedía habían tomado una determinación: yo debía irme a estudiar a Colombia. Recuerdo que discutí una y mil veces este dictamen que sentía impuesto, pero su decisión era inamovible. Tras muchas argumentaciones, asumí esta decisión pues  sabía que como siempre, ellos solo querían lo mejor para mí. Presenté todos los exámenes y entrevistas necesarias para irme, aun cuando quería quedarme. Me aceptaron y tuve que ir haciéndome a la idea de una nueva mudanza, de un nuevo cambio. Pasaron los meses, los días y las horas, hasta que llegó el momento de la partida, otro día que nunca olvidaré, fue el 11 de diciembre de 2010.

Llegué de nuevo a esta ciudad fría, de lluvia y  cielos rotos, donde se come ajiaco y dulce de mora y donde paso los fines de semana en casa de mis abuelos. Empecé una nueva vida, con una nueva realidad, nuevas problemáticas y preocupaciones, nuevos amigos y donde he tenido muchas alegrías… pero ya no era la misma, la mitad de mi corazón se había quedado en ese país de sonrisas cálidas y sol de aire, todos mis sueños trascurrían y transcurren muchos aún, en Venezuela, mis conversaciones desembocan siempre en ella, mis expresiones me delataban, y así fue como terminé convirtiéndome en “la venezolana”. ¿Quién lo diría? Y pensar que antes, cuando era una niña, me ofendía cuando insinuaban esto y ahora, no puedo evitar sonreír cuando me dicen chama, cánchale chica o veneca. Si me preguntan de dónde soy, digo Venezuela, de mi pequeña ciudad, de mi pueblo, Maracay. Ahora, voy al menos dos veces al año a Venezuela, y quisiera ir muchas más. Aún la extraño mucho por todo lo que representa y por ella misma. Quizás por esto, llevo un año siguiendo -llena de expectativas y de ganas de cambio- las campañas electorales, desde el proceso de las primarias hasta el día de hoy, durante el cual he experimentado todos los sentimientos posibles. La ansiedad, el miedo y la esperanza atenazan mi garganta hasta el punto en que he hablado (y gritado) sola con el televisor, reviso minuto a minuto todas las redes sociales, me he quedado sin uñas y casi sin aliento.
¿Por qué recordar todo esto el día de hoy?
Bueno, porque hoy, lo largo de este día histórico me he sentido –quizás como nunca, o como muy pocas veces- impotente, inútil y frustrada, al saber que no podía votar, que contra todo mi ser, mi pasaporte solo dice “colombiana”, cuando mi alma dice “orgullosamente perteneciente a dos mundos: colombiana y venezolana”. Porque hoy, me he sentido viva pero no de la manera en que me hubiera gustado, por esto, he decidido que no quiero seguir siendo incoherente, que no quiero sentir más esa ruptura entre mi pasaporte y mi ser: hoy he decido que quiero ser venezolana a cabalidad. Es por esto que pido, con mucha humildad, la expedición de un pasaporte por identidad emocional.